Por Jendayi Brooks-Flemister | Traducido del inglés por Eva Blázquez Fernández
Ilustración por Gutti Barrios
4158 Palabras
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Amenaza de violencia.

Cuando la señora Wilson saltó del Dodge de su marido cogiéndose el bajo de su vestido lavanda y se plantó con decisión al final de la cola, se le cayó el alma a los pies. Había al menos doce personas por delante de ella y nada le garantizaba que todas fueran a irse de allí con lo que habían venido a buscar. Inhaló para recuperar el aliento e intentó calcular cuánto compraría la gente que tenía delante antes de que llegara su turno. Se inclinó hacia la izquierda para ver a quién le tocaba a continuación, pero atrajo la mirada de Maribel, una conocida que trabajaba con ella en la fábrica textil. Maribel la saludó con efusividad y le hizo un gesto para que se colocara delante de ella. La señora Wilson le dirigió una sonrisa forzada y negó con la cabeza. Notó que todas las personas de la cola se giraban para mirarla y sus mejillas regordetas, ya cubiertas de sudor, se pusieron todavía más rojas de la vergüenza. Ella no iba a saltarse la cola del pollo, le daba igual lo dispuesta que estuviese Maribel a ir contra las normas. Prefería correr el riesgo de quedarse con los cuellos, las patas y las puntas de las alas a que el Granjero la descubriera colándose y tuviera que irse sin nada.
A Joseph Lewis, el séptimo de la fila, le hervía la sangre de ver cómo Maribel llamaba a alguien del fondo para que se pusiera delante. Ya tenía suficiente con estar asándose de calor un jueves —su día libre— mientras esperaba a que el Granjero repartiera las raciones entre los que habían hecho el pedido con antelación y los desorganizados que no. No entendía por qué la gente no podía avisar con tiempo o calcular la carne que iban a necesitar. Las cosas se habían puesto muy, pero que muy feas hacía un mes, cuando Roger le gritó al Granjero porque no le quedaban pollos enteros para todos. El Granjero mandó a Roger a casa al instante y él, furioso, le propinó un puñetazo al Granjero. Joseph Lewis no entendía qué pretendía solucionar con eso, pero él, como el resto de las personas de la fila, separó a Roger del Granjero y le dijo que sería mejor que no tuviera que intervenir el sheriff. ¡Y ahora la gente quería saltarse la cola! Ya no había orden.
Julio Martínez, el tercero de la cola, se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros desteñidos. Tensó los dedos de los pies para hacer crujir las piedras bajo sus botas. Algo le olía mal. Giró la cabeza para mirar atrás, no hacia Maribel intentando saltarse las normas, sino a la persona que estaba justo detrás de ella. Era viejo, y seguro que se estaba quedando ciego, pero no era tan viejo ni estaba tan ciego como para no saber quién frecuentaba la cola del pollo. No lo había visto nunca, o al menos no en los últimos años. Y con lo lejos que se encontraba la ciudad más cercana, dudaba mucho que solo estuviera de paso por allí. Fuera quien fuese, Julio no debía quitarle los ojos de encima.
Shawnee dio un tirón de su hija, Rosalita, para acercarla a ella y conservar el sexto lugar de la fila. Desde que su marido, Luis, había retomado los turnos en la fábrica se encontraba peor que de costumbre. Normalmente Luis se ocupaba de traer a Rosalita a la cola del pollo para enseñarle lo que había que hacer, aunque Shawnee no terminaba de estar de acuerdo; al fin y al cabo, los niños estaban más seguros en casa. No obstante, salir entretenía a su Rosa, y permitía a ella y a su padre compartir los buenos momentos que tanto escaseaban al trabajar él en la fábrica. Shawnee no salía mucho de casa. La idea de salir, de estar en este mundo tan despiadado, hacía que le rechinaran los dientes y se le secara la boca. ¿Hasta cuándo iba a durar esta situación? No podía soportar seguir preocupándose por el futuro de su hija durante más tiempo. Ese otoño Rosa estaría preparada para entrar a la escuela y eso plantearía todavía más riesgos. Shawnee apretó la mano izquierda en un acto reflejo, lo que hizo que su hija de pelo rizado soltara un quejido de protesta. Había demasiado peligro ahí afuera. Quizá Rosa pudiera esperar un par de años más.
El Forastero, quinto en la cola, se abrochó la chaqueta a pesar de que el calor abrasador de Texas le quemaba la cara. Había un mínimo de doce personas en la cola y podía sentir cómo se extendían los prejuicios por delante y detrás de él, según las cabezas se giraban para mirarlo. Su instinto lo llevó a agarrar el machete que le había comprado a un hombre moribundo hacía un par de semanas en las afueras de Tucson. Cuando la mujer que tenía delante se volvió y el anciano de delante de ella entornó los ojos en su dirección, supo que si pasaba más de una noche en la zona, estaría firmando su sentencia de muerte.
Pese a que nunca había entendido la frialdad de la señora Wilson, al menos Maribel era consciente de que entablar amistad con ella era mejor que hacer como si no existiera. Se giró para ver el principio de la fila —donde era la cuarta—, que por fin había empezado a moverse conforme el Granjero empezaba a repartir el primer pedido de pollo. Metió la mano en el bolso negro que llevaba bien sujeto a la cintura y, con la gracia de aquella modelo que había visto en la televisión cuando era pequeña, se untó los labios resecos con un brillo carmesí. Juntó los labios, los separó, y a continuación sacó un espejo de mano agrietado para mirarse. Casaba tan bien con su piel color canela como cualquier pintalabios de marca. Se limpió el pintalabios de oferta de la paleta derecha, se mandó un beso e inclinó ligeramente el espejo de mano para ver al Forastero que estaba detrás de ella. Se preguntó por qué evitaba mirarla a los ojos, sobre todo con lo apuesto que era. Todos los habitantes del pueblo sabían que ella estaba buscando un hombre joven y fuerte que llevarse a casa para que la protegiera, mientras la gente iba por ahí convirtiéndose en monstruos, bestias y cosas por el estilo. No lo acababa de entender, pero sabía que no quería tener nada que ver con todo aquello y que necesitaría conseguir marido pronto. ¿Por qué estaría una mujer como ella en la cola del pollo, si no?
La cola avanzó.
La señora Wilson dio un agradecido paso adelante, aunque todavía seguía avergonzada por el numerito que había montado Maribel. Intentaba pasar desapercibida, como hacía la mayoría entonces. Ni que decir tiene que no se fiaba de la gente del pueblo, ni de la gente de la cola, ni del Granjero. Pero en aquel momento la confianza era algo difícil de ganar. Con tantas transformaciones repentinas, confiar en alguien no era tarea fácil. Se inclinó hacia delante para ver lo que tardaría el Granjero en despachar al cliente que estaba atendiendo, suspiró y se limpió el sudor de la frente con el antebrazo. Ojalá se hubiera acordado de rellenar la cantimplora en el puesto sanitario antes de entrar a trabajar. Le dolían los talones de llevar zapatos planos. Apuntó mentalmente pedirle a su marido que le diera un masaje en los pies cuando llegara a casa.
Joseph Lewis, ahora el sexto, esperó hasta que Maribel hubo dejado de mirarse en el espejo y se volvió hacia la señora Wilson. Le preguntó si pensaba colarse, a lo que ella respondió que ni se le ocurriría. Él le tomó la palabra, se cruzó de brazos y dirigió la mirada al frente. El sudor le resbaló por el cuello y empapó las fibras de la camiseta de cuadros azul que llevaba puesta antes de perderse en su selva de pelo negro. Pese a que las últimas terribles noticias no afectaban a su comunidad, estaba muy angustiado. Desde ese ángulo se distinguía el machete que portaba el Forastero. Su mirada saltaba del machete a Maribel, que permanecía justo delante de él ajena a lo que ocurría, de Maribel al machete, y del machete a la espalda empapada de sudor del Forastero.
Julio Martínez —ya el segundo, por suerte—, observó cómo la mujer de delante hacía cuentas con el Granjero. Estaba intentando regatear. Primero le ofreció cuarenta por la bandeja de carne, luego cincuenta como máximo, para acabar cerrando el trato por cincuenta y dos. Hizo un gesto de decepción con la cabeza al ver que la mujer, aturullada, contaba los billetes uno a uno y se percataba de que no llevaba suficiente. Deja una señal y paga el próximo día o lárgate. ¿Era tan difícil de entender cómo funcionaba la cola del pollo? Si fuera más joven, les enseñaría a todos a comportarse. Daba igual lo que hubieran cambiado las cosas, el respeto se tenía que ganar. Llevaba veinte años encargando el pollo a este hombre y el Granjero se había ganado su respeto como el que más.
En el momento en el que Rosalita alargó la mano hacia el machete del Forastero, Shawnee, ahora quinta, ahogó un grito y empujó a su hija hacia detrás junto con ella. El Forastero se giró y les lanzó una mirada de advertencia. Como casi había acabado en el suelo por culpa de su curiosidad, Rosa chilló en tono de protesta. Shawnee cogió a su hija en brazos para hacerla callar y acarició los rizos negros que le cubrían la cabeza para calmarla. No había apartado la vista del Forastero ni un segundo, y él había respondido a su atención con la misma mezcla de curiosidad y cautela.
¿Por qué no había escondido el machete? El Forastero, ahora cuarto, no se había podido imaginar que se toparía con una niña de cinco años a la que le encantan los objetos brillantes. Y aunque lo hubiera hecho, no podía ir a la cola del pollo sin blandir algún tipo de protección. Mientras los gritos de la niña resonaban en el paisaje árido y vacío que les rodeaba, el Forastero se puso rojo al ver que toda la cola prestaba total atención a su desafortunado encuentro con la niña y su madre. Miró a la madre en un intento de tranquilizarla, pero no había palabras que pudieran calmar el pavor que se leía en los ojos de la mujer. El Forastero colocó una mano delante del machete, tratando de taparlo, pero eso hizo que la mujer se encogiera de miedo y que la niña llorara con más fuerza. Él cruzó los brazos sobre el pecho y, desesperado, dirigió la vista al frente, ignorando al resto de las personas de la cola, hacia el Granjero, que acababa de cerrar otra transacción y necesitaba que la cola se moviera un poco más rápido.
Maribel odiaba a los niños, y todavía más cuando lloraban, gritaban y lo llenaban todo de babas sin motivo alguno. No había visto lo que pasaba desde la tercera posición de la fila y, por tanto, no tenía ni idea de por qué estaba llorando la niña. No obstante, cuando miró al Forastero y vio a la señora Shawnee Nuñez acunando a la pequeña Rosalita Nuñez mientras lloraba, entró en cólera. ¿Cómo se atrevía ese hombre a molestar a una niña tan dulce? Aunque ignoraba lo que había hecho, no se lo pensaba perdonar. De todas formas, Maribel también sabía que echar más leña al fuego solo la haría parecer menos atractiva a los ojos de cualquier hombre soltero —Joseph Lewis— que pudiera verla como una esposa en potencia. Maribel giró la cabeza con rapidez y miró adelante mientras el Granjero se alejaba para preparar el pedido que había encargado de diez contramuslos, siete cuellos y cuatro gallinas enteras. Metió la mano en su bolso negro para coger el dinero, pero no pudo evitar escuchar con atención lo que estaba ocurriendo detrás de ella.
La cola avanzó.
La señora Wilson en seguida deseó haber traído consigo el revolver de su marido. No veía nada desde el final de la cola, pero los gritos de la pequeña Rosalita le infundieron un miedo irracional. Un sudor frío brotó de sus poros. Sentía curiosidad por saber qué estaba ocurriendo delante, pero no se atrevía a poner en riesgo su seguridad. Aunque tampoco iba a pasar nada por echar un vistazo, ¿verdad que no? Quizá se lo pudiera contar a su marido, era la excusa que necesitaba para que se viera obligado a reducir su jornada laboral y que ella no tuviera que volver a hacer la cola del pollo más. Se asomó un poco a la izquierda en el momento exacto en el que Joseph Lewis se había colocado entre el Forastero y Shawnee y la pequeña Rosalita. A la señora Wilson se le formó un nudo en la garganta mientras agarraba con fuerza las llaves del Dodge dentro del bolsillo con el deseo desesperado de llevar encima algo más afilado.
Joseph Lewis, que era el quinto y se encontraba justo detrás del alboroto, estaba acostumbrado a zanjar peleas. El Forastero, en un acto de miedo o de defensa, empuñó el machete y fulminó a Joseph Lewis con la mirada. Joseph Lewis no era un hombre alto en absoluto, pero la manera en la que captaba la atención hacía que pareciese medio metro más alto que cualquiera a su alrededor. Se sentía como un oso pardo herido que solo saliera de su guarida para proteger a su familia o su territorio. En este caso, la cola del pollo era su territorio, y Maribel, inocente y delicada, y Shawnee y su pequeña, aterradas y cansadas, eran su familia. No llevaba ningún arma para enfrentarse al machete, pero tampoco la necesitaba. Le gustaba zanjar peleas, no provocarlas.
—Será mejor que te largues de aquí, Forastero—. Su voz no pedía, sino que más bien ordenaba, advertía.
Al principio de la cola, Julio Martínez acababa de meter en una bolsa el pedido que había hecho al Granjero en el momento en el que empezó la gresca detrás de él. A su edad prefería que fueran los jóvenes quienes se ocuparan de aquellas tonterías. Aun así, ver a Joseph Lewis tratando de proteger las mujeres de la cola despertó en él una sensación de orgullo que no había sentido antes. No tenía una relación estrecha con ninguno de los presentes. Las únicas personas que veía a menudo eran la señora Wilson y el Granjero, por lo que no compartía el mismo espíritu de comunidad. Pero conocía bien a Joseph Lewis, pues su difunta esposa había enseñado a tocar el piano a Lewis y a sus hermanas. Él siempre se mantenía al margen de cualquier asunto que tuviera que ver con los demás, especialmente desde que falleció su esposa, pero esta vez era distinto. Sin pensárselo dos veces, se dio la vuelta para enfrentarse a la situación y sintió un vacío en el estómago al ver a Shawnee hiperventilando tirada en el suelo. Dio un paso adelante para ayudarla, pero se quedó paralizado de miedo.
Esta era precisamente la clase de situación que Shawnee intentaba evitar. Le costaba respirar. Lo único que quería era llevar a Rosa a un lugar seguro, lejos de ese Forastero y de su enorme cuchillo. En cuanto Joseph Lewis se acercó desde su sitio y se interpuso entre ellos, deseó que se la tragara la tierra. Estar allí era demasiado arriesgado. Rosa corría peligro. Ella también corría peligro. Se le aceleró la respiración, tornándose cada vez más débil y pesada. Estaba en el suelo. Jadeaba cada vez más deprisa. Ojalá no hubiera salido hoy. Ojalá hubiera dejado a Rosa con alguien para pasar inadvertida y quitarse esto de encima sin llamar tanto la atención. Shawnee, que permanecía en el suelo, dejó escapar un chillido estridente al ver que de su cuerpo, rígido, brotaban capas y capas de plumas de color blanco plateado.
El Forastero retrocedió muy despacio desde el tercer puesto de la cola. Juró no hacerles daño a la mujer ni a la niña. Sus ojos se clavaron en la mujer que estaba en el suelo, cuyos brazos ya casi habían doblado su longitud original. Ahora eran larguiruchos y espantosos, pues de sus codos habían nacido unos huesos antinaturales que se extendían por sus antebrazos. En cuestión de pocos segundos, las plumas plateadas que habían brotado de su espalda le cubrían el cuerpo por completo. Tenía unas patas largas y emplumadas con unas garras gigantes que se clavaban en el barro. La mujer —si el Forastero podía seguir llamándola así— echó la cabeza hacia atrás mientras su nariz se alargaba, se endurecía y se curvaba para formar un pico negro y compacto. Su rostro se aplanó y se ensanchó hasta parecerse al de una lechuza con ojos brillantes de color blanco azulado. La niña pequeña que estaba al lado de la mujer dejó de llorar cuando esta se transformó. Ella, como los demás, no podía hacer otra cosa que mirar.
Maribel había oído hablar de las transformaciones que habían acontecido en el país, pero jamás habría pensado que se pudiera dar alguna allí, en la cola del pollo. Ni mucho menos así. Conocía a esas personas y ninguna de ellas era un monstruo. Se suponía que no. Sentía cómo se le oprimía el pecho y se le paralizaba el cuerpo. Se ocultó tras Joseph Lewis y se asomó unos centímetros por encima de su hombro para ver en lo que se había convertido Shawnee Nuñez. Era un bestia, un monstruo horrible. ¡Había que encerrarla! ¿Dónde estaba el sheriff? ¿Por qué no había más seguridad en la cola del pollo si esas cosas suponían tal amenaza? Miró a Rosalita, que permanecía confusa en el suelo al lado de lo que solía ser su madre. En un arrebato de valentía, Maribel echó a correr, cogió a la niña en brazos y volvió a esconderse detrás de Joseph Lewis. Independientemente de lo que le fuese a ocurrir a esa bestia, no iba a dejar que la pobre niña lo viera.
La cola no avanzó.
La señora Wilson, que era la última, se planteó abandonar la fila por miedo a que sonara algún disparo. Miró al frente, se volvió para observar el Dodge de su marido y después dirigió su atención hacia la criatura y la cola que tenía delante. Creía que esas cosas solo les pasaban a los extraños que salían en las noticias. Eso no podía ocurrir allí, no a la gente que ella conocía.
Joseph Lewis dejó de apuntar al Forastero y fijó su blanco en aquella cosa con aspecto de pájaro unos segundos después de su transformación. La mujer menuda y dócil que conocía de repente medía el doble que él y tenía una envergadura de seis metros como mínimo. Lo poco que sabía sobre el asunto era que de alguna forma, por alguna razón, había personas aleatorias que se convertían en diferentes tipos de bestias de folclore. Toda la comunidad estaba en vilo, pendientes los unos de los otros e intentando pasar tiempo solo con los más allegados. Por eso la cola del pollo era un lugar seguro; allí, de una forma u otra, se conocían todos. O al menos así era antes de que llegara el Forastero. Aunque, al parecer, nada de eso tenía importancia. Deseó desesperadamente haberse traído la escopeta. Aunque lo último que quería fuese poner en peligro a Maribel, al Granjero o a cualquiera de los que estaban allí, aquello cambiaba las cosas.
Julio Martínez soltó todo lo que llevaba en las manos y sacó su pistola al instante. No la había usado nunca: por lo general solo la sacaba para espantar a algún maleante de su propiedad. Solo estaba cargada con una bala. Más de una podía resultar peligroso y no llevar ninguna sería una estupidez. Cuando sacó el arma, el monstruo le lanzó una mirada gélida y blanca que le hizo sentir como si lo hubiera atravesado un fantasma.
—No te muevas, bestia —fue todo lo que logró pronunciar, aunque bastó para sonar amenazador.
Había oído hablar del nuevo y extraño fenómeno que se estaba produciendo en todas partes. No se explicaba lo que estaba pasando, no se lo explicaba en absoluto. Lo único que sabía era que la bestia que tenía delante se parecía a la del cuento que le contaba su abuela cuando era pequeño: se parecía a la Lechuza. Era un cuento que todo el mundo conocía, pero que nadie tuvo presente hasta que este terrible suceso les refrescó la memoria. Se habría jugado la vida a que esa bestia era pura ficción. Ahora su vida estaba en juego. Desbloqueó el arma y apuntó directamente a la cara de la lechuza.
—No, por favor —dijo la criatura. Su voz parecía venir de todas partes y de ninguna. Sonaba hueca, pero corpórea. Le dio asco—. Por favor, lo siento —repitió.
Él avanzó un paso, preparado para disparar contra la criatura al menor movimiento.
El Forastero empuñaba el machete como si fuera un cuchillo. Pesaba bastante, pero conocía muy bien las distintas formas de partir a una bestia por la mitad si la situación lo requería. El monstruo que tenía delante le recordaba al moribundo de Tuscon, otra criatura monstruosa a la que había tenido que rebanar el pescuezo. Esta iba a correr la misma suerte. Afortunadamente, el anciano armado que encabezaba la cola parecía ser consciente del peligro que corrían. La bestia lo miró con sus escalofriantes ojos sin pupilas y se le heló la sangre. Agarró con más fuerza el machete. Por lastimero que pareciera ese engendro, nada le impediría matarlo en un suspiro.
—Por favor —dijo la criatura, y las palabras resonaron a su alrededor. No entendía cómo podía tener una voz tan desagradable, tan potente y sigilosa al mismo tiempo. Negó con la cabeza.
—Hoy no, bestia.
Maribel vio que el viejo Julio Martínez y el Forastero del machete rodeaban a la bestia que antes era Shawnee. Le tapó los ojos a Rosalita. Se podrían haber ido a otra parte para ocuparse de aquella cosa y no traumatizar todavía más a la niña.
—Chist… Esa no es tu mamá, ¿de acuerdo? —le susurró a la niña, que había escondido la cara entre los indomables rizos negros de Maribel.
El Granjero exhaló un suspiro desde lo más hondo de su ser. Llevaba todo el día atento a la situación. Sabía que el Forastero era la típica persona que se antepondría a sí mismo y a su propia seguridad por encima de la del resto, aunque eso supusiera poner en riesgo a los demás. Al Granjero no le cabía duda de que las vidas del resto corrían peligro por su culpa y no le hizo ninguna gracia. Había visto y oído todo lo que había pasado en la cola, desde el momento en que se había formado antes de que él llegara hasta que la última persona se había marchado con la carne. El Granjero sabía la amenaza que suponía la Lechuza y el miedo que infundía en sus clientes. Lo apenaba ver lo rápido que se habían vuelto en contra de esa pobre mujer. Todos estaban al tanto de los sucesos, sabían que la gente no podía evitar sus transformaciones, y aun así, dejaban que el miedo los dominara. ¿Qué culpa tenían esas semibestias de haber nacido en un mundo fluctuante que se negaba a entenderlas?
—Calmaos. —Su voz retumbó. Todo el mundo se volvió para mirarlo—. Baja el arma, Martínez. No nos va a hacer ningún daño.
Cuando bajó la pistola, el Granjero hizo un gesto a Shawnee para que se acercara a él. La bestia de tres metros de alto se acercó con cautela y torpeza, como si no supiera caminar sobre las garras o dónde poner las alas que le colgaban. El Granjero sacó una caja enorme llena de paquetes de muslos, alas, mollejas y pollos enteros y la colocó delante de ella.
—Llévate lo que habías encargado, coge a tu hija y marchaos. Nadie te hará daño mientras yo esté aquí.
La lechuza asintió y cogió la caja con dificultad haciendo uso de sus garras. A continuación, se acercó tambaleándose a donde estaba Maribel y extendió un ala con delicadeza para tomar a la niña. La manera en la que esta se agarró al ala de su madre confirmó al Granjero que ya la había visto así antes. Ella no sentía rechazo hacia su madre en ese estado. La lechuza Shawnee, que seguía asustada y miraba frenéticamente a todo el que la rodeaba, se fio del asentimiento del Granjero. Cuando la bestia alada alzó el vuelo, el Granjero se dio la vuelta hacia las personas de la cola y les hizo un gesto para que se adelantaran como si no hubiera pasado nada.
La cola avanzó.
© Jendayi Brooks-Flemister

Nacida y criada en Georgia, Carolina del Norte y Carolina del Sur, Jendayi Brooks-Flemister (ella/elle) es licenciada en Inglés por la Universidad de Cornell y acaba de terminar un Máster en Ficción de la Universidad North Carolina State. Su experiencia como persona queer y negra se ha convertido en la lente a través de la cual filtra la gente, las culturas, los temas relacionados con la salud mental, y las vivencias sobre las que escribe. Su ficción ha aparecido en Anathema Magazine y en el Santa Fe Writers Project, y pronto verá luz en Asimov’s Science Fiction. Actualmente Jendayi, que vive en Durham (Carolina del Norte), está trabajando en su primera novela.

Eva Blázquez Fernández nació en Valencia, una bonita ciudad de España. Estuvo unos años viviendo en Castellón estudiaba el grado en Traducción e Interpretación de la Universitat Jaume I, donde se especializó en traducción literaria y traducción audiovisual. Actualmente ha vuelto a su ciudad natal, pues está cursando el Máster en Traducción Audiovisual de la Universidad Europea de Valencia. Este año ha sido seleccionada para disfrutar de las Mentorías de AceTT, mentorada por Manuel de los Reyes. En su tiempo libre le encanta pasar tiempo en la cocina, haciendo deporte o perdida por montañas, playas y atardeceres.