Por Teresa P. Mira de Echeverría
Ilustración por Gutti Barrios
5490 Palabras
Resaltar para leer las advertencias de contenido:
Muertes de animales, abandono parental

“03 10 58 05 LMP (Lunar Module Pilot Edwin E. Aldrin, Jr.):
Boy, that sure is eerie looking.”
APOLLO 11 - Onboard Voice Transcription - DAY 4
El súbito hedor a animal muerto es tan fuerte que tenemos que correr a cerrar las ventanas de la habitación común.
Por supuesto que no son animales, pero es mejor decir eso. «¡Olor a perro muerto!» es la frase clave para cerrar las ventanas en modo estanco. Nadie quiere escuchar las palabras «Olor a tumba abierta».
Como siempre, luego del olor llega el viento. La furia de las ráfagas silba delatando las fisuras en los sellos de seguridad. Parecen gritar lo que ya sabemos desde hace años: que la aislación está comprometida.
De niño solía imaginar que todo aquello respondía a un viejo hechizo. Que alguna máquina excavadora había dado con el mausoleo de un antiguo hechicero y el espíritu del mago escapaba en las ráfagas de viento encolerizado.
Pero su cólera era breve, así como lo era el viento, por lo que estábamos a salvo. Apenas unos pocos minutos y ya.
De adolescente, mientras esperaba el regreso de mi madre, aquellos «malos aires» me habían sorprendido más de una vez vagando entre las gigantescas pilas de chamusques, que era como le decíamos a cualquier cosa calcinada. En ese entonces solía esconderme dentro de los restos de alguna burbuja de cerámica e imaginar que, en realidad, los malos aires eran los fantasmas de los legendarios soldados del Sur que volvían a paso firme, con el olor de su muerte por delante y el odio de su olvido helado siguiéndoles las huellas, mientras atravesaban los campos de despegue sin siquiera mirarnos.
Pero nada de aquello es cierto. La realidad suele ser siempre más pedestre: sin brujos, sin fantasmas, sólo naves despegando en pos de algún nuevo vuelo relativístico.
Cuando el viento se calma, corro fuera de la habitación. Atrás quedan mis compañeros discutiendo por enésima vez acerca de lo que harán cuando sus padres vuelvan. Somos uno de esos grupos extraños, aunque muy comunes, compuesto por gente de treinta, cuarenta y hasta cincuenta años de edad que extrañan demasiado a papá y mamá y se reúnen para pasar el tiempo hasta su regreso.
Los huérfanos confirmados suelen llamarnos «los preescolares».
La excusa para salir del bunker es la de siempre: buscar algún conejo muerto. Comer carne de conejo caliente luego de un despegue es una costumbre tan arraigada como beber hidromiel casero en los funerales o vestir del color verde de la yerba mate en los cumpleaños. A veces digo que voy a recoger algún metal o piedra valiosa que pueda haber surgido durante la ignición entre los chamusques requemados, derretidos y recalentados millones de veces. Y otras invento cualquier justificación disparatada en la que todos fingimos creer.
Después de todo, ninguno de nosotros sabe realmente por qué sale el otro, sea quien sea. Así que es mejor que cada uno imagine lo que quiera. Por mi parte, la única razón para salir luego de un despegue es el «aire nuevo».
Con cada despegue, los propulsores calientan el aire dentro de la cúpula de protección a tal punto que es cuestión de segundos para que se presente una ventolera a compensar la diferencia de presión o de densidad o a ejercer de San Coriolis, o lo que sea... y es probable que no sea nada de eso. Si tenemos suerte, y hace días que el viento merodea la zona, suele traer con él aromas lejanos, aires nuevos, especies de postales olfativas del resto del mundo. O, por lo menos, «del otro lado» de los campos de despegue.
En algunas oportunidades, los aires nuevos tienen perfumes salobres y yodados de océanos distantes. A veces cargan con el olor a resina de cientos de bosques de pino o arrastran el aroma a tierra humedecida o a jardines con hierba recién cortada… aunque ninguno de esos olores es en verdad real porque sólo son la interpretación que mi mente realiza de un conjunto desconocido de sustancias que no puedo precisar… ¡Oh, mi imaginación!, como siempre, tejiendo paisajes que hace mucho ya no existen y que nunca visité.
Tomo una bocanada de aire. El frío es vigorizante, casi tanto como una dosis de adrenalina. La sensación de euforia me hace vibrar por dentro. De pronto hay algo distinto. En el fondo de mi mente se dispara una alarma o un destello de alegría, no sé bien qué es. Lo único que puedo comprender es que esta vez hay algo diferente, algo inesperado... ¡Por supuesto!
¿Podría ser un olor real? Hace décadas que no lo percibía. No, al menos, desde que estaba mamá...
Las lágrimas fluyen al instante, fácilmente. Después de todo, llorar es algo que hago con frecuencia.
Ella tenía veintitrés años cuando partió y yo apenas unos ocho. Ella había cumplido con su cuota: la de dejar descendencia en caso de no regresar, y yo estaba por ser admitido al campo de entrenamiento al que todos los hijos de pilotos concurrían al irse sus padres. Se agachó a mi lado. Desde mi nacimiento, venía a visitarme al hogar de crianza cada viernes y los días de fiesta. Esta sería su última visita. Ella tenía el rostro iluminado porque al fin iría al espacio, subiría a una de esas naves que lo queman todo al despegar y rozaría la velocidad prohibida para poder ir más lejos que el piloto anterior, aunque más cerca que el siguiente. El espacio la llamaba y ese llamado era poderoso. Mucho más que el mío, supongo.
Nunca le había dicho «mamá» porque en realidad no lo era. Ella era la muchacha que me había dado a luz cuando apenas si era una adolescente que ingresaba en la academia de pilotos. Una madre es otra cosa, es algo más. Pero creo que muy dentro de mí esperaba estar equivocado.
Ella abrió el paquete de papel marrón manchado de grasa y sacó algo fragante y cálido que depositó en mis manos. Olía como el mejor manjar del universo y se sentía como un corazón palpitante de cariño. Mientras mordía el pastelito de dulce de batata miré sus ojos negros, su piel oscura como yerba mojada, su rostro hermoso que ya no sonreía. Había una lágrima aguando su mirada y yo estaba feliz: si no era amado, por lo menos sabía que era querido, y eso nunca lo había sentido.
Es aquel mismo aroma a pastelito de dulce de batata el que reaparece ahora, treinta y siete años después, suspendido en el viento helado. Y es indiscutiblemente verdadero, no una jugarreta de mi mente. O, al menos, eso es lo que quiero que sea.
Alguna panadería, a muchos kilómetros de distancia, debe estar abriendo sus puertas en esta madrugada. Un lugar donde las mañanas aún están llenas de arreboles rosas y dorados y de gente normal, con una vida verdadera, que espera a que abra el negocio para comprar pastelitos recién fritos. Pero ¿acaso quedan panaderías? La respuesta surge de inmediato en mi mente en forma de otro cuestionamiento, uno mucho más cáustico e irónico: “¿No es esa una pregunta ridícula?”
Alguien me dijo alguna vez que ya no queda gente normal o que nunca existió eso de la «normalidad», no lo recuerdo con exactitud. Para mí, normal es el modo en que yo me imagino a mí mismo sin extrañar un cariño que nunca he tenido, es decir, un mundo con panaderías que hacen pastelitos de dulce de batata todos los días.
La chica de piel verde oscura y cabellos negros hace mucho tiempo que se fue de mi vida. Demasiado para mí. Muy poco para ella, si es que aún vive. Y todo lo que conservo de ella es este aroma a pastelitos dulces y grasosos impregnado en mis recuerdos y el único rasgo que le heredé: la forma de mis ojos entrecerrados, siempre escudriñando el horizonte.
Una vez le pregunté que por qué yo era tan distinto a ella si era su hijo, y ella se rio mucho. Me dijo que yo era un niño especial, uno de piel blanco-Luna y cabellos de Sol, con ojos azules como la lejanía. Ese fue el día en que dejé de tener un cognomen. Ella me tomó de la mano, me llevó a la sala de archivos e hizo que cambiaran el título de mi expediente, que hasta entonces consistía en un simple apodo, por el nombre que ella me dio ese mismo día. Y por su apellido. En realidad yo estaba más fascinado de conocer su nombre y apellido completos que de obtener los míos. Lo que nunca me reveló fue la clase de humano in vitro a la que yo pertenecía.
Caminando entre recuerdos tropiezo con todo un grupo de conejos incinerados. ¿Por qué esos estúpidos conejos insisten en vivir aquí? Rebusco entre los chamusques de los animales y encuentro dos o tres que aún tienen algo de carne cocida además de carbón. Son los más pequeños.
En la pared de mi cuarto, justo al lado de mi litera, tengo colgado uno de esos mapas de la Luna que se usaban en la escuela. Debo habérmelo robado durante algún año de clases, ya no recuerdo cuál. Los cráteres y los mares están bien delimitados sobre el gris cansado de la fotografía. Las rutas y vías se hallan resaltadas en colores resplandecientes. Las granjas de minerales todavía están representadas con los íconos de empresas o cooperativas que ya no existen.
Bueno, nada de eso existe, en realidad.
Dejo sobre la silla la carne de conejo que estoy comiendo y me limpio las manos en la frazada. Algo de grasa tizna el póster cuando apoyo un dedo sobre el inmenso edificio circular, blanco y puro que señala el Museo Apollo 11. Creo que mi mamá me puso ese nombre por aquel museo o por algo así.
De acuerdo con las autoridades, la Luna alguna vez estuvo allí arriba. Pero la Luna ya no está. Y ni yo ni ella la conocimos. Toda nuestra vida solo hemos sabido de un cielo nocturno límpido, sembrado de estrellas, y de una Tierra seguramente irreconocible para quienes hicieron aquel mapa de la Luna o para quienes la inventaron. Su partida nos convirtió en un planeta devastado por la catástrofe más grande de la historia.
Para cualquiera de nosotros la Luna es una leyenda imposible, alguna invención lejana todavía más irreal que los brujos y los fantasmas. Un disco blanco pálido que domeñaba océanos, que aparecía y desaparecía, y que sólo le mostraba una cara al ser humano. Una época donde los meses y los años eran más cortos y regulares. Un tiempo donde había más de dos estaciones climáticas.
Me río a carcajadas de aquella historia cursi... ¿Cómo habrán inventado este cartel? Seguramente fue hecho para encubrir los desastres de la guerra de los dos mil años, pero ¿quién habrá creado aquel cuento de un satélite natural inmenso arrebatado del cielo y causante de todos nuestros problemas? ¡Qué magnífica imaginación!
De pronto, el pequeño hueco rectangular de la ventana se vuelve absolutamente negro, como el espacio entre las estrellas, ese sitio al que ella, mi madre, tanto anhelaba ir. No lo entiendo. No entiendo esa atracción por la ausencia de todo. No entiendo por qué ella prefirió esas tinieblas eternas a mí. Suspiro abatido, la oscuridad me rodea nuevamente. Los edificios del otro lado de la cúpula han quedado diluidos en sus propias sombras. Sólo nosotros tenemos energía durante la noche, así que el campo de despegue es lo único iluminado en miles de kilómetros a la redonda. La energía se raciona al máximo en un mundo que siempre ha tenido un sólo objetivo: viajar al espacio, encontrar otro mundo como el que perdimos al perder la Luna o, lo que es lo mismo, al perder un mito o, quizás, un sueño.
Allí afuera, acurrucados en la total oscuridad nocturna, ya casi no quedan granjeros ni abogados ni artistas de profesión, sólo científicos e ingenieros abocados al espacio, y las ocupaciones que ayudan a cumplir esta meta, pero nada más.
Y, claro está, aquí en la luz estamos nosotros, los restos de quienes viajan, las promesas rotas de los que se fueron.
Si el bello cuento de la Luna fuese cierto, alguna vez hubo una luz blanca y pálida, casi cenicienta, que iluminaba la noche. Ahora, fuera de los campos de despegue, lo único que brilla son las llamas de las estufas dentro de los departamentos y las esperanzas de un mundo más habitable.
¿Cómo pudimos llegar tan lejos en este pedrusco plagado de grietas y valles de lava, sometido a huracanes y terremotos casi constantes?
Cierto, ¡la Luna perdida!
Sonrío a solas porque, a veces, me gusta ser sarcástico conmigo mismo. Entonces enciendo el tocadiscos. El círculo negro gira y gira hipnótico. De pronto, John Coltrane comienza a hablarme, con su música, acerca de un tren triste o de un tren azul... no lo sé muy bien...
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“03 11 44 15 CDR (Commander Neil A. Armstrong):
I don’t think that would be too horrible sleeping down there.”
APOLLO 11 - Onboard Voice Transcription - DAY 4
Me estoy quedando dormido y no quiero hacerlo.
Si duermo entonces sueño con ella. Esa es una proposición condicional inapelable. Todos saben que la única manera de que la implicación sea falsa es que el antecedente sea verdadero y el consecuente falso, ¿no? Bien, eso jamás sucede.
Además, si me duermo, el día se acaba más rápido y comienza la jornada de un trabajo que aborrezco.
Tengo que permanecer despierto.
Recito dentro de mi cabeza: “Azul fantasía, azul infinito, azul lejanía, azul frialdad...”
La cubierta del disco que resuena en mi habitación reza «The Blue Note» junto a los nombres que hacen azul al tren. La imagen de un saxofón dorado, patinado en azul, brilla en las manos de un John Coltrane igual de azul.
Es extraño, Coltrane tiene el mismo color de piel que mi mamá y, además, hoy ambos lucen azules: uno en la portada del disco, la otra en mi mente.
¿Por eso visto de azul? ¿Por eso me gusta el azul? ¿Por eso mis ojos son azules, diseñados del color que estaba de moda cuando fui concebido y reinsertado en el útero de mi madre?
No me engaño, o al menos creo que ya no. Sé que soy un in vitro de una clase común y corriente, sin nada en particular más que las características que le imprimió el material genético de mi madre a una base estándar.
Un tipo normal. Un hombre casi vulgar. Sin mayores fluctuaciones de la media que una sensación perpetua de abandono y un índice demasiado alto de ansiedad como para ser admitido como piloto. Nadie quiere un ataque de pánico en una nave que roza la velocidad de la luz, ¿cierto?
Las estrellas se me acercan desde la ventana. Apenas unos puntos de luz que casi no pueden competir con la negrura del espacio. Me rodean, se enredan en mis manos, en la música que flota a mi alrededor, visible como un vapor. Y el vapor arrastra las estrellas en remolinos divergentes formando patrones idénticos a los que provocan los gases ardientes de las toberas de los cohetes. Y en los cohetes van ellas y ellos y elles, les pilotos, a encontrarse con las verdaderas naves, las sublumínicas que flotan en órbita, allá, en sus talleres.
Sé que me estoy quedando dormido porque nunca había sido capaz de ver la música ni había sentido a las estrellas centellear como pequeñas pulgas mordiéndome la piel de las manos y los pies.
Tomo la portada del disco y leo, entre la niebla de mis ojos cansados, que Coltrane resuena a tristeza y sofisticación, a refinamiento y vísceras. A algo esencial. A algo metafísico. A algo alcohólico, callejero, sufrido y que, por eso mismo, es exquisito, complejo y elegante...
Eso dice la cubierta del disco, pero yo creo que Coltrane suena a mí mismo llorando por mi madre.
Cuando bostezo siento cómo el azul entra en mi pecho: es algo helado y rígido. Tiemblo de frío y de expectativas, de esperanzas heladas.
Un azul que es como el de mis ojos de cielo diurno, llenos de infinito, lejanía, frialdad y fantasía.
Me desperezo y levanto la púa. Saco el disco con cuidado y lo coloco en su funda azul. Lo ubico junto con los demás. Sólo poseo tres. Saco otro.
Luego de crujir, Miles Davis empieza a tocar la trompeta. Me gusta el color de su música: es azul, pero también es violeta y naranja... es una fantasía irreal de ideas que desvarían. Es On Green Dolphin Street dándole ritmo a mi corazón.
Los párpados me pesan.
Pienso, pienso... dicen que cuanto más lejos está algo, más azul se vuelve.
La lejanía tiñe las cosas de azul, pero sólo en la atmósfera de la Tierra. Por eso las montañas lucen azuladas en la distancia, por eso las viejas pinturas usaban un velo azulado sobre las cosas que los pintores querían que se viesen lejanas. Algo así leí en algún libro.
Pero en la Luna se supone que no había atmósfera y, por eso, no había azulamiento. Las cosas lejanas se veían tan claramente como las cercanas. Así que, a simple vista, jamás se sabía si algo era muy pequeño o es que estaba muy lejos. O si algo era muy grande o es que se hallaba muy cerca. Igual que sucede ahora, estando medio dormido, cuando las cosas pierden su noción de espacio. ¿Por eso la Luna regía los sueños y la locura?
Me esfuerzo por reflexionar pero ya no puedo seguirles el hilo a mis propias ideas. Sólo sé que hay una parte de mi cabeza que grita, frenética: «¿No es un invento genial? ¿Una idea fantástica? Las cosas en la Luna te sorprenderán constantemente porque el azul no tiñe la lejanía.»
¡Oh, diosas! A veces quisiera que la Luna hubiera existido de verdad. ¡Que aún existiese! Y poder estar allí, donde la distancia no puede ser azul.
Me seco las lágrimas, Art Blakey tendrá que esperar hoy.
El silencio se espesa y yo lloro aún más. Las lágrimas corren por mis mejillas, arden en mis ojos, cuelgan de la punta de una nariz fina, en un rostro delgado y apenas bronceado. Un rostro de mustélido, si me miro críticamente; un rostro atractivo, si soy indulgente.
«Lágrimas de la luna» era el antiguo nombre de la plata. Bueno, mis lágrimas se ven exactamente como si fueran de plata bajo esta inclemente luz blanca artificial.
La apago. Nunca tuve vergüenza de llorar o de lo que siento constantemente, pero no quiero que me vean los demás. Los de afuera del domo no nos entienden. Ellos solo apuntan, de vez cuando, sus telescopios a las barracas para ver lo bien que vivimos o lo mal que lo hacemos.
Porque la gente de afuera del campo de despegue no nos llama «los preescolares» como los de aquí, sino «los llorones». «Hombres-bebé», «parásitos hijos de puta» y otras cosas por el estilo. La mayoría, insultos.
No me importa.
Bueno, sí; pero finjo que no. Bostezo otra vez y me paso la mano por la barba incipiente y el bigote. Recorro mi cara, mis cejas, el enjambre de cicatrices milimétricas: quemaduras hechas por las diminutas esquirlas recibidas al presenciar cientos de despegues. Bajo por el cuello mientras imagino el color rubio oscuro de mi barba y me doy cuenta de que hace tiempo que no me veo realmente cuando me miro al espejo. Entonces mi mano se detiene sobre la nuez de Adán... sería tan sencillo... sería tan valiente… sería tan cobarde…
Me seco otra lágrima con demasiada fuerza y mis ojos empiezan a ver manchas blancas en la oscuridad. Fantasmas de la luz que se fue.
Fantasmas blancos.
De blanco vestía mi madre.
«¡No quiero dormir!», grito, «¡Por las diosas que no quiero hacerlo!». Si alguien en las barracas me escuchó, no me hará caso. Cada uno lidia a su modo con sus monstruos y cada uno está demasiado ocupado en hacerlo como para fijarse en los demás; especialmente por la noche.
Respiro profundo varias veces. Intento calmarme.
Recito otro mantra cromático. Ahora el del blanco: «Elegancia. Cortesía. Neutralidad. Palidez. Insensibilidad.»
Ojos negros y piel verde oscura. Ella se me acerca, hermosa en su atuendo blanco-Luna: una falda larga hasta los tobillos y una chaqueta ajustada a su cuerpo delgado y alto. La lana con que está hecha su ropa es blanca, pura, suave como la piel de un conejo sin chamuscar y fina como una tela, algo que sólo una piloto de naves sublumínicas podría darse el lujo de poseer y vestir sin miedo.
Camina con seguridad y parece no llegar nunca hasta mí. Es un recorrido inmóvil donde el paisaje a su alrededor cambia pero ella aparenta estar fija. Por fin se detiene y no sé si está cerca o lejos. Trato de calcularlo pero me resulta imposible darme cuenta.
De pronto parece una figura pequeñita, una estatua no más grande que mi mano. Su pelo, del color del cielo nocturno, es lacio, está suelto y enmarca a la perfección su cara. Formas geométricas negras la tatúan desde abajo de los pómulos hasta el mentón, y una línea recta divide su rostro justo por sobre la nariz. Pasa un par de mechones de cabello por detrás de sus orejas y, por un momento, puedo ver las decenas de diminutos aros plateados que las puntúan. En sus lóbulos hay un par de pendientes especialmente largos, cuelgan como dos simples cadenas de plata.
Las cadenas pierden consistencia, fluyen y comienzan a gotear como lágrimas enhebradas. La línea en mitad de su cara también lo hace. Plata y oscuridad.
Entonces se agacha hacia mí, inmensa y sublime como una torre de lanzamiento. No puedo evitar sentirme asustado, ¡soy una hormiga a su lado! Su cintura, delgada como ella misma, está al descubierto, así como el intersticio de piel entre cada broche metálico de su chaqueta. Esa piel llena todo mi horizonte, está por todos lados, desplegada como un cielo de azúcar chamuscada sobre un campo de yerba. Me siento asfixiado por su belleza y su presencia titánica ¡Allí adentro ella me hizo a mí!
Mientras me habla parece alejarse y acercarse, encogerse y agrandarse, como las imágenes producidas por una fiebre intensa o la falta de atmósfera. Su boca, apenas rosada, se mueve con delicadeza formando palabras de seda. Mi atención está fija en las líneas rectas y paralelas pintadas en su mentón, líneas un par de tonos más oscuros que su piel. Mientras las contemplo, alucinado, enamorado, pienso en estrellas negras que se estiran sobre una noche blanca y me siento acunado, feliz, protegido. El aro que cuelga de su nariz parece una delicada sonrisa de cromo.
Me dice: “De ahora en más tu nombre será Apolo. Y tu apellido, que es el mío, será Ka’a”.
Su voz surge de cada poro de su piel del color verde de la yerba mate y me baña como un viento helado cargado de aroma a pastelitos de dulce de batata.
«¿Sabes mi nombre?», me pregunta.
Y yo lo sé, pero no puedo pronunciarlo porque soy un hombre adulto, un hombre veinte años mayor que ella pero, al mismo tiempo, soy un niño de cuatro años, asustado y conmovido. Enmudezco.
De pronto siento la boca demasiado llena con la masa empapada en grasa y con el dulce de batata caliente del pastelito. La garganta, cerrada, me arde por la ansiedad de la anticipación. ¡Ella me dirá su nombre!, ¡el santo nombre de la Diosa!
Me acaricia el pelo dorado y yo me siento niño y adulto como por oleadas. Sus ojos se pierden en mi cabello hasta que se vuelven dos ascuas doradas. El Sol ha salido de mi pelo y se ha posado dentro de sus cuencas, duplicado.
La voz, su voz, proviene de todo sitio al mismo tiempo, del universo mismo: “Jasy... la Luna”. Y “Jasy” suena como un trueno infinito, con un J que rueda levemente en I, y con una Y tan gutural y densa que se clava sin eco alguno en el centro de mi garganta y de mi mente.
Y entonces se despedaza en millones de pedazos: trozos quemados como chamusque, trozos sangrientos, trozos blanquecinos, trozos verde oscuro. Cada pedazo de su anatomía, de su interior, flota como los fragmentos de un cataclismo cósmico, de un satélite destrozado. Poco a poco los asteroides que fueron mi mamá se alejan de mí, se tornan azules a la distancia y se esfuman. Desaparecen.
Despierto aterrado, con un salto que me deja sentado en la cama. El corazón me retumba en los oídos y me golpea el pecho. Ahogo un alarido apretando mis manos contra mi boca. El llanto silencioso se vuelve convulsivo, me sacude el cuerpo por entero, se derrama de mis ojos, de mi nariz, de mi boca, escapa por entre mis dedos y cubre todos y cada uno de los puntos brillantes que llenan el espacio, y en los que podría estar ella.
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“00 00 45 02 (CMP Command Module Pilot Michael Collins):
/.../ Okay, proceed to Menkent. There she goes - Menkent.
00 00 45 31 (CMP Command Module Pilot Michael Collins):
Menkent - God, what a star.
00 00 45 35 (LMP Lunar Module Pilot Edwin E. Aldrin, Jr.):
Nobody in their right - -
00 00 45 36 (CMP Command Module Pilot Michael Collins):
Menkent’s good - -
00 00 45 37 (LMP Lunar Module Pilot Edwin E. Aldrin, Jr.):
- - nobody in their right mind would pick that one.
00 00 45 38 CMP (Command Module Pilot Michael Collins):
- - Menkent’s a good star...”
APOLLO 11 - Onboard Voice Transcription - DAY 1
“En aquel entonces la Luna bajaba a la Tierra.”
Leyenda guaraní, Jasy y Ka’a (La luna y la yerba mate)
Corro tan rápido como puedo, pero yo no soy un unicornio de plata: sólo soy un simple caballo de madera. Quizás por eso mismo corro más rápido que todos los demás.
Soy el primero en llegar, el primero en volver… a la primera. La primera nave. La primera piloto.
Me tiemblan las manos mientras trepo por la barandilla del gigantesco módulo de retorno. Las voces por los altoparlantes dicen mi nombre por primera vez en mi vida y es para advertirme que estoy rompiendo los protocolos de seguridad. No me importa. La nave es la 8107… ¡la nave de mi madre!
Hay un revuelo de gente allí abajo que se debaten entre seguirme o aislar el módulo. Como, hasta hoy, nunca había regresado ni una de las naves que se lanzaron, todavía deben estar desempolvando los procedimientos que hace siglos ya nadie recuerda ni tenía esperanzas de utilizar.
El acercamiento fue relativístico, igual que el despegue. No hubo anuncios ni alertas de proximidad porque nadie la estaba esperando. Ahora el caos está haciendo que el campo de despegue se vuelva una locura. Cada vez hay más gente y, además, están entrando todos los pobladores del otro lado del domo de energía… si esta nave ha vuelto quizás haya encontrado un sitio seguro a donde emigrar… si esta nave ha vuelto, tal vez las demás también lo hagan…
Nadie sabe si quien adentro está bien o cómo está, únicamente saben que debe haber alguien porque las naves no son automáticas. Pero sólo yo y, probablemente ahora los archivistas y el centro de mando, sabemos quién es la que está ahí. Memoricé ese número hasta tatuármelo en la memoria, además del dibujo que imprimieron en mi piel tras su partida.
Vuelvo a leerme el antebrazo porque no quiero que sea una ilusión. No lo es. Cada colosal número en la superficie del módulo de regreso luce, en un descascarado color rojo ocre, las mismas cifras que tengo grabadas en mí. Ahora me elevo justo por sobre ellos al continuar mi ascenso por la escalera. Allí están: el infinito, la existencia, la nada y la L de Luna volteada, tal como me los aprendí desde pequeño.
El corazón se me sale del pecho, la respiración me queda corta por la escalada intempestiva. Tecleo en la superficie de la escotilla el código de la nave y el pedido de apertura. Allá, más de veinte metros abajo, en la pista de aterrizaje, se ha hecho el silencio. Si los de control hubieran podido hablar con ella, ya estaría resonando su voz por los altoparlantes del campo.
Como si fuera una predicción, estalla de pronto un chasquido eléctrico y un ruido blanco antes de que la voz que oigo en mis sueños cada noche también se vuelva audible para el resto del mundo:
—Aquí vuelo ocho uno cero siete… Comandante Jasy Ka’a al mando… Menkent es la solución… Menkent es la solución…
Me quedo quieto, como un chico al que han descubierto intentando entrar a un sitio prohibido. Petrificado. Los vítores llenan el aire del domo de seguridad y pronto llenarán el de las ciudades de todo el mundo habitado, a medida que la noticia que trajo mi madre se extienda: hay una esperanza.
Entonces la exclusa se abre y un ídolo de cabeza de vidrio y cuerpo de tela de metal plateado emerge. Desde dentro del traje la voz suena distorsionada por el comunicador:
—Comandante Ka’a reportándose.
La miro en silencio. ¡Es ella! ¡Es ella tal y como la recuerdo! Envuelta por la magia de la velocidad de la luz aún tiene veinte años.
Y entonces mi pecho se encoge porque hay demasiadas palabras que se pelean por salir hacia ella.
Quiero decirle que la perdono por ser mi monstruo. Y que la amo por lo mismo.
Quiero decirle que su rostro redondo de Luna verde y mi cara de zarigüeya no se parecen en nada, pero que soy yo. ¡Yo!, ¡su hijo! El precio que una sociedad destrozada en un planeta destrozado le impuso a sus sueños.
Quiero pedirle perdón por idealizarla y por desear de ella lo que no puede darme. Y también necesito perdonarla por decidir no encariñarse de mí ni permitirme que yo me encariñase con ella, antes de perderla.
Quiero gritarle que la Velocidad de la Luz, que ella siempre anheló, también se enamoró de ella. Que seguramente por eso la congeló en los veintitantos años de edad, los que tenía al partir. Pero que esa misma Velocidad de la Luz a mí me odia. Y que me odia tanto que, a pesar de cargarme con cuatro siglos de existencia en el mismo lapso, no por eso dejó de congelarme en ese mismo día de su partida.
Quiero susurrarle que no me tenga miedo, que sólo soy otro monstruo encadenado que llora por su madre. Otro hombre adulto, ahora mucho más adulto que ella, que jamás dejó de tener ocho años y que la culpa y la abjura y la adora y la necesita a partes iguales.
Quiero decir demasiadas cosas… Quiero…
Ella insiste, corrigiendo ahora el saludo. Dubitativa ante mi silencio como si creyera que ha incumplido con alguna formalidad o que yo no la he oído:
—Comandante Ka’a reportándose. ¡Señore!
Mi mirada está borrosa: no son las lágrimas, es este sueño imposible que se está haciendo realidad frente a mí y me atenaza la garganta. Apenas empiezo a caer hacia atrás, cuando siento su mano aferrarse a la pechera de mi overol azul. Por un instante permanecemos así: yo con un pie en la escalerilla y ella sosteniéndome desde el centro de mi pecho.
Mi cuerpo pende sobre el abismo. Miro todo como si el tiempo hubiese colapsado y ya no importara. Detrás de ella el cielo es ocre y celeste, hecho de nubes amarillentas y grises que dejan ver grandes parches de azul y de luz dorada. Delante, como una Luna, está ella. Su cuerpo plateado está teñido con el mismo ocre amarillento y el mismo azul de cielo. Su cabeza, cubierta por el casco de cristal levemente dorado, parece envuelta en el halo sagrado de algún icono antiguo. La miro y es tal como la recuerdo: joven, hermosa, determinada.
—¡Te tengo! —me dice, triunfal.
De pronto, los reflectores del equipo de descenso que se aproxima arrancan destellos de pura luz blanca en su traje, y hacen que su casco se vuelva de un ámbar tan oscuro que oculta su cara de mí por completo.
Una figura sin medida, hecha de luz de plata, resplandece ante mis ojos cansados haciéndolos nuevos al asombro. Un brillo etéreo y mágico, como el de la luna perdida, eclipsado por ese astro opaco que se ha llevado su piel verde al interior de la oscuridad del casco. Ahora puedo ver mi propio rostro reflejado en la superficie del cristal oscuro: ojos brillantes, sonrisa medio deshecha, en un estado de arrobación mística ante el paso de la Luna Llena a la Luna Nueva que acabo de contemplar.
—¡Te tengo! —repite. Y entonces agrega—: ¡Te tengo, Apolo!
© Teresa P. Mira de Echeverría

Teresa P. Mira de Echeverría (Argentina, 1971).
Escritore de Ciencia Ficción y Doctore en Filosofía. Investiga sobre la relación entre ciencia ficción, filosofía y mitología. Sus obras han aparecido en diversas publicaciones de Estados Unidos, España, Francia, Italia, Bulgaria, Gran Bretaña, Argentina, Brasil, Colombia y Cuba.
Entre sus publicaciones figuran Alvorada em Almagesto (traducida por Toni Moraes, editorial Monomito, Brasil, 2021), El terror Verde (editorial Vestigio, Colombia, 2020), Madrugada (editorial Cerbero, España, 2019), Antumbra, Umbra y Penumbra (editorial Cerbero, España, 2018), la colección de cuentos Diez variaciones sobre el amor (editorial Cerbero, España, 2017, Ayarmanot, Argentina, 2015), El Señor de la lluvia (co-escrito con Facundo Córdoba, Café con Leche, España, 2017), El Tren (Café con Leche, España, 2016), Lusus Naturae (Ficción Científica, España, 2016), Memory (traducida por Lawrence Schimel, Upper Rubber Boot Books, USA, 2015).
Sus cuentos son publicados por revistas internacionales tales como Strange Horizons, The Dark Magazine, Super Sonic, Axxón, Ficción Científica, Libros Prohibidos, Próxima, NM, miNatura, etc. También publica artículos y ensayos en medios especializados como Cuasar, NM, Origen Cuántico, Signos Universitarios, El hilo de Ariadna, etc.
Ganadora del premio Ignotus 2019 (otorgado por la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror) en la categoría mejor artículo por “New Weird: otra realidad es posible”. Finalista del Premio Domingo Santos 2019 (AEFCFT) a mejor cuento. Ganadora de la convocatoria Alucinadas 2014. Finalista del Premio Ignotus 2013 en la categoría mejor cuento, entre otros premios.
Sus cuentos y ensayos integran más de veinte antologías internacionales.
Su blog: teresamira.blogspot.com
Twitter: @TeresaPME
Instagram: @tpme.writer