Por Rachael K. Jones | Traducido del inglés por Eliana González Ugarte
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Muerte, suicidio, autoflagelo.
Makeisha siempre ha podido doblegar la cuarta dimensión, aunque nadie le cree. Ha sido soldado, alguacil, piloto, profeta, poeta, ninja, monja, conductora (de trenes y sinfonías), zapatera, comediante, política advenediza, trovadora, reina y recepcionista. Ha disparado flechas, pistolas y cañones. Habla un extinto dialecto etíope con acento perfecto. Conoce una receta de aguamiel que se mide en cuernos de uro y, con una katana, es letal.
Sus saltos suceden con intermitencia. Será arrancada del presente sin previo aviso y vivirá toda una vida en el pasado. Cuando muere, retorna al lugar de donde partió, devuelta a una edad más joven. Suele ocurrir cuando está a media conversación profunda con su jefe, o discutiendo con su suegra, o durante una reunión del club de lectura, justo cuando es su turno de hablar. En un instante, Makeisha permanece anclada en la línea temporal en la que nació y, al siguiente, está en otro lugar. En otro tiempo.
Makeisha ha visto el amanecer en orillas prehistóricas, donde el océano se retorcía con cosas suaves y babosas que prometían ser escarabajos que comen estiércol (Archeopteryx) y luego, Edgar Allan Poe. Ha visto el anochecer en imperios que hace tiempo han sido olvidados. Cuando Makeisha ve un mapa de los continentes, ve un Pangea fracturado. No sabe a dónde saltará, ni cuánto tiempo se quedará, pero nunca tiene miedo. Makeisha lleva haciendo esto toda su vida.
Makeisha aprendió a mentir sobre los saltos hace mucho. Cuando tenía nueve años intentó probárselo a su madre, cantando una canción en egipcio, pero ella solo se rio y la mandó a lavar los platos. Le iba peor cuando contradecía a sus profesores de historia. Le resultaba intolerable sentarse en la escuela en un cuerpo de niña que, sin embargo, atesoraba los recuerdos de innumerables vidas; mientras, en la pizarra estaban escritas verdades incompletas y medias verdades o, simplemente, mentiras. Los adultos se reunieron para hablar acerca de su comportamiento “con el que quería llamar la atención” y así aprendió a mantener la boca cerrada.
Lo más difícil es regresar. Una vez, a los doce años, estaba encorvada en el banco de la iglesia y sintió el tirón del pasado. Makeisha apareció en las aguas del turbio Mediterráneo, tambaleándose, cuando la rescataron unos piratas moros que la subieron a su barco justo a tiempo. Al principio, los hombres y mujeres, desconcertados, la trataban como si fuese una mascota y un amuleto de la buena suerte. Luego, tras casi diez años de navegar con pericia y de guerrear sin miedo, la nombraron capitana del barco. Makeisha se volcó en la piratería como si fuera una partitura. Podía trepar cuerdas y aguantar el alcohol como los mejores marineros, y jamás soltó una lágrima ni deseó estar en su casa, ni siquiera cuando perdió un ojo por una explosión de pólvora.
Llegó el día en que, por orden del pasha, fue a interceptar a unos invasores españoles en aguas otomanas. Era una noche calurosa cuando avistaron las temblorosas linternas de los enemigos sobre las olas. Después de medianoche, la tripulación de Makeisha acercó el barco hacia la popa del navío enemigo, en medio de la niebla y la oscuridad. Ella dio la orden: ¡A la carga!, con una voz profunda que retumbó a través de la bruma. Los piratas repetían sus gritos, al tiempo que lanzaban cuerdas sobre la franja de océano entre ambos barcos. De repente, una explosión y la sensación de un pinchazo en las entrañas. Volvía a tener doce años, y estaba de nuevo en el banco de la iglesia, mirando las suaves palmas de sus manos a través de dos ojos en perfectas condiciones. Allí fue cuando, por fin, se echó a llorar, tan fuerte y con tanta intensidad que el cura interrumpió su sermón para regañarla. Su papá la dejó castigada toda una semana.
La gente a menudo se enoja con Makeisha cuando vuelve. No puede controlar su aturdimiento, la forma en que la habitación gira y gira como si estuviese borracha, ni el hecho de que, después de días y semanas, no logra reajustarse a quien solía ser, porque la verdad es que ya no es la misma. Cada vez que vuelve del pasado, trae consigo otra vida entera anidada en su interior, como el cascarón de una muñeca matrioshka.
Una vez, después de la caída del imperio romano, se unió a un levantamiento de campesinos en Bavaria, y atacando con rapidez un feudo tras otro, su banda hizo retroceder a los señores guerreros hasta las faldas de los Alpes. Aquellos que sobrevivieron, pidieron clemencia, le rogaron que no arrasara sus campos, le juraron lealtad. Como requisito de paz, Makeisha exigió la mano de sus hijas para sellar la alianza política. Los reyezuelos, demasiado atemorizados por la reina barbárica como para verbalizar su resentimiento, accedieron. Incluso asistieron a la boda en la que Makeisha, erguida y con la espada ceñida a la cintura en son de paz, tomó entre las suyas la temblorosa mano de cada princesas bávara.
Cuando los invitados de la boda se retiraron, Makeisha reunió a sus esposas en el salón del trono.
—Por favor —les dijo—. Ayúdenme. Necesito buenas mujeres en las que pueda confiar para gobernar este reino de la mejor manera.
Con su ayuda, logró instituir un gobierno estable en tiempos de guerras desgarradoras. Con el tiempo, todas sus esposas fueron excelentes diputadas, embajadoras, alguaciles y caballeros en su corte.
Makeisha se sintió destrozada cuando su tiempo en Bavaria terminó abruptamente a causa de un ataque de neumonía. Muchas de sus esposas se habían convertido en buenas amigas y se preguntó, durante meses y meses, qué habría sido de ellas y sus hijos, y si acaso su feudo había continuado más allá de su muerte.
Quería hablar con Philippa, su mejor amiga, para desahogarse, pero ni sus llamadas ni sus correos electrónicos recibieron respuesta. Makeisha no podía recordar la última vez que había pasado tiempo con Phillipa o con sus otros amigos aquí, en el presente. Era muy difícil recordar, cuando sus semanas y meses se intercalaban con vidas enteras de amigos, amantes y enemigos. El presente era como una película de stop-motion, un libro interrumpido a mitad de la página y abandonado por años. Y cuando regresaba, siempre traía consigo otra muerte.
Makeisha ya no le teme a la muerte. Ha muerto tantas veces, y siempre despierta en el presente, viva y entera, como antes del salto. No sabe qué pasaría si muriera en el presente. Quizá despertaría en el futuro. Nunca ha intentado averiguarlo.
No recuerda su primera muerte. Probablemente ha muerto un centenar de veces durante su infancia, antes de tener siquiera edad para caminar. Sus saltos la dejaban en la jungla o en el océano con mucha frecuencia, y cuando llegaba a aparecer cerca de la civilización, poca gente se apiadaba de una extraña niña abandonada que no podía explicar su presencia. La madre de Makeisha solía bromear sobre su apetito, cómo desde que era una bebé comía como alguien al borde de la inanición. Su madre no sabe cuánta verdad hay en esa broma. Ahora Makeisha lleva sus kilos de más con orgullo, porque sabe con cuánta frecuencia han sido su salvación.
Cuando Philippa por fin le devuelve las llamadas, le reclama a Makeisha por haberla esquivado todo el año, por el cumpleaños olvidado, por la fiesta con que inauguró su casa a la que no asistió. Makeisha se disculpa, como siempre. Se encuentran en persona para ponerse al día con un café, y Makeisha decide que esta vez sí estará atenta y presente para su amiga. Están en plena conversación cuando siente el tirón, justo cuando Philippa admite que le teme a lo que el futuro pueda deparar. No, piensa Makeisha, cuando se encuentra parpadeando al borde de un río de corriente lenta bajo el sol del mediodía. Dos toros blancos levantan la cabeza para mirarla fijamente, con las papadas chorreando agua.
Makeisha se esfuerza por mantener fresca la conversación en su memoria, mientras busca una forma rápida de volver a casa. Elige el río. Es difícil, esa primera vez. Obligarse a inhalar, a dejar quietos los brazos que no paran de agitarse, a dejar que la muerte se lleve esta vida matrioshka para poder regresar al presente.
De todos modos, ya perdió el hilo de la conversación cuando regresa a la cocina de Philippa.
—Migraña —dice, a modo de explicación, tratando de deshacerse del recuerdo del dolor en su mente aturdida. Philippa la atiende con dos aspirinas y algún té caliente de menta.
Makeisha decide que lo hará mejor la próxima vez y, eventualmente, lo logra. Durante su primera cita con Carl, se ahorca con las cuerdas del laúd de un bardo hitita. El día de su boda, se desvía a un vasto desierto que no logra ubicar, del que escapa arrastrándose dentro de un nido de escorpiones. Esa muerte fue dolorosa. La próxima vez que salta (dos días después, durante su luna de miel), se toma su tiempo para aprender la forma correcta de usar una piedra filosa para cortarse las venas.
Su esposo le cree cuando le dice que son las migrañas.
Todo eso: el silencio autoimpuesto, los suicidios, el destierro de su fantástico pasado al sótano de su mente: eso constituye el precio de una vida normal, de amistades de un matrimonio, y un trabajo estable. Por más mundano que sea, Makeisha se recuerda a sí misma que esta vida es diferente a las demás. Irremplazable. Real.
Aun así, extraña el pasado, donde ha vivido casi toda su vida. Lee los libros de historia con un marcador negro en la mano y tacha todas las partes que le parecen ridículas. Luego, con un bolígrafo rojo, escribe en los márgenes todos los nombres que recuerda, de todas las personas olvidadas que fueron igual de importantes que George Washington y Luis XIV. Cuando Carl le pregunta por qué, le explica que el mundo siempre le ha pertenecido a más gente, además de aquellos ‘grandes hombres’ que fueron reyes, y presidentes, y generales. Pero, por alguna razón, nadie ha escrito sobre ellos.
—Creo que te esfuerzas demasiado —dice él. Y ella odia la lástima que ve en sus ojos cuando él levanta las manos y añade—: Pero sigue, si eso te hace feliz.
Un día su esposo la sorprendió con un viaje de cuatro horas a un museo que tenía una exposición de historia medieval. Makeisha dio un grito y tomó el brazo de Carl cuando vio los carteles en la entrada: ¡Bavaria en el siglo dieciocho! Habían pasado cinco años y una docena de vidas autoasesinadas desde que fuera arrancada de su próspero reino, de sus esposas diputadas y su grupo de guerreros pero, aun así, sus recuerdos seguían muy frescos. Mientras compraba las entradas, conservó un gesto tranquilo, pero se balanceaba con inquietud mientras avanzaban, hasta que llegaron al inicio de la fila.
Era la primera vez que se encontraba con alguna prueba de sus otras vidas. Su pecho rebosaba de euforia cuando miró el interior de las vitrinas que contenían objetos familiares. Estaban viejos y desgastados, pero igual los reconocía; eran las pruebas de largos años de guerras, de sabiduría y de astuto liderazgo. Un peine de plomo al que le faltaban varios dientes, cuyo esmalte colorido ya se había vuelto gris por el desgaste. Había pertenecido a Jutte, quizá. Ella tenía el cabello tan largo y fino, aunque lo llevaba siempre atado para desempeñar su labor como doctora. Un anillo fino y dorado que le había dado a Berchte, la de ojos oscuros, para conmemorar su título de caballero. Y lo mejor de todo: una moneda de plata grabada con su perfil estilizado, en el que apenas se veía su nariz bajo su casco de guerra bávaro.
Había una placa en la vitrina. Makeisha la leyó tres veces, cada vez un poco más lento, pensando que tal vez había pasado algo por alto. Pero no: “Artefactos del principio del medioevo que pertenecieron a la corte de un rey extranjero. Reinó en Bavaria alrededor de treinta años”.
¿Él? ¿Él? Makeisha volvió a la entrada con paso iracundo, exigió hablar con algún encargado mientras veía todo de un rojo violento y su mano buscaba la empuñadura de una espada que ya no portaba. Estaba mal. Todo estaba mal, mal, mal. ¡A sus esposas les habían asignado un esposo y les habían quitado todos sus títulos! ¡Le adjudicaron todo su legado a una persona inventada! Carl le rogaba que le dijera qué era lo que estaba mal. Makeisha se dio cuenta de que estaba gritando maldiciones en alemán antiguo, y fue en ese momento que sintió el tan familiar tirón en el ombligo y se encontró girando hacia atrás, atrás, mucho más atrás que la última vez, hasta que llegó a una playa vacía bajo una luna de cara lisa y sin cráteres.
Con ojo entrenado identificó tres formas de morir, luego de echar solo un vistazo a su alrededor (empalamiento, ahogamiento, aplastamiento), pero debía considerar el peine de Jutte, y aquella placa. Cuando renunció a viajar en el tiempo, nunca pensó que también estaba renunciando a su legado.
Makeisha le dio la espalda al mar y se adentró en el bosque. Se ocupó en prender una fogata y en armar las herramientas que iba a necesitar durante su estadía, sin importar cuánto pudiera durar. Había aprendido a ser ingeniosa, a no temerle a crujidos y gemidos extraños provenientes de la verde maleza de helechos prehistóricos.
Una cascada de chispas cayó sobre la leña y ahí fue cuando Makeisha ideó un plan.
Ya no quiere saber nada del presente, del sinfín de muertes por su propia mano, de la sofocante represión y la vida sin riesgos.
Una mujer que no le teme a la muerte puede hacer lo que quiera. Una mujer que puede soportar la inanición, y el dolor, y la privación, puede ser dueña de sí misma y marcar su propio rumbo. Lo único que no puede hacer es obligarlos a recordar que lo hizo.
Pero Makeisha va a cambiar eso.
Pues bien, no más suicidios. Makeisha vuelve a aceptar con gusto los saltos. Es un peñasco lanzado a las aguas del tiempo. En la Noruega del siglo ocho se une a una banda de mujeres vikingas. Son rudas pero de buen talante y aceptan su rabia con calma, como si no tuviera nada que explicarles. Le dan una espada que es más alta que ella, pero de todos modos aprende a blandirla, y a cantar al viento en voz muy alta cuando una de ellas cae y la entierran con sus tesoros y su espada sobre el pecho.
Cuando vuelve al presente, Makeisha tiene mucho trabajo que hacer. Se detiene a la mitad de una oración, se da la vuelta y se dirige hacia los libros, dejando atónitos a un compañero de trabajo, a un amigo, o a su esposo que se queda llamándola.
Invierte todo en la búsqueda de su pasado. Uno de sus contactos le envía un correo electrónico acerca de una pirata mora, una mujer que se forjó por sí misma buena reputación entre los otomanos. Un monje español había escrito sobre su último viaje, describiendo cómo atacaba a su presa como un vendaval en la noche y sobre su escalofriante grito de batalla. Makeisha sonríe hasta que lee la parte en que el monje español la describe como una puta.
El hombre que escribió el libro lo da por hecho, sin asomo de duda.
Está obsesionada. Makeisha casi pierde su trabajo por ser tan olvidadiza y por ser grosera (aunque sea de modo accidental). Su escritorio está sepultado bajo mapas antiguos. Su cartera está llena de resmas de genealogías.
En su sala de estar, llena de libros de historia de una pared a otra desde que Carl se mudó, Makeisha trata de contar todas las vidas apiladas dentro de sí. Tiene tantas, y se agolpan para salir. Una vez trató de calcular cuántos años había vivido. Resultaron ser más de mil. ¿Y de qué servían? Makeisha está esparcida a lo largo de toda la línea de tiempo, pero nunca nadie logra entenderla bien. Los que encontraron el montículo bajo el que estaba enterrado su grupo de vikingas, asumieron que las espadas y las armaduras pertenecían a hombres. Un folio con sus sonetos, anónimos luego de ser copiados muchas veces, acabó por ser atribuido a Giorgio, su asistente.
—Estás construyendo una identidad falsa —le dice Philippa un día, navegando entre las torres de libros y rotuladores secos para llevarle un plato de sopa a Makeisha—. No había mujeres negras en la Atenas antigua. Tampoco en China. Debes afrontar la realidad, amiga.
—Sí había —dice Makeisha feroz, con orgullo—. Yo sé que las había. Solo que las borraron. Las olvidaron.
—Seguro que hubo algunas excepciones, pocas. Pero es que las mujeres simplemente no hacían la clase de cosas que a ti te interesan.
—No importa lo que yo haga si la gente se rehúsa a creerlo —dice Makeisha.
Después de eso, sus saltos son más suaves. Busca la inmortalidad a través de la palabra escrita. Deja poemas de amor en las murallas de las tumbas aztecas, con coloridos pictogramas en náhuatl. Talla signos cuneiformes en la blanda arcilla, documentando las hazañas de las orgullosas mujeres cuyos nombres están escritos en rojo en los márgenes de sus libros de historia. Registra los nombres de sus amantes en los cuidadosos trazos de hanzi que pinta con cerdas de crin en libros de bambú.
Pero incluso estos, los registros que ella misma va dejando, no sobreviven intactos. A veces los escribas que vienen después reemplazan esos nombres por otros que consideran más notables, más verosímiles. A veces los borran por completo. La mayoría de las veces, los libros se pierden en el tiempo, convirtiéndose en polvo. La reconforta saber que ella no es la única en esa situación, que el coro de voces perdidas es estruendoso.
Se está desvaneciendo del presente. Se le olvida comer entre saltos y pierde peso. A veces se muere de hambre cuando cae en un lugar muy aislado.
***
Un día, Carl la encuentra parada al lado del buzón.
—Perdón por aparecer así de la nada. No me has devuelto las llamadas —le dice y le da un fajo de papeles.
Makeisha los toma y examina la primera página de los papeles de divorcio, que tiene un sello rojo.
—Debes firmar aquí —dice Carl, apuntando el final de la hoja—. También en la página que sigue. ¿Por favor?
La última palabra suena como una súplica. Makeisha observa los ojos hinchados de Carl y el único pelo blanco que destaca en el nido negro de su barba.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —pregunta. Ha vivido al menos tres vidas desde que Carl se fue, pero no está tan segura.
—Demasiado —dice él—. Por favor. Solo necesito tu firma para que podamos seguir con nuestras vidas.
Ella se palpa los bolsillos y encuentra un bolígrafo rojo. Makeisha se pregunta cuántas décadas o siglos pasarán para que esta firma también sea alterada o borrada a propósito pero, aun así, acerca el bolígrafo al papel.
Justo a medio trazo de su firma, pasa veintiséis años durmiendo bajo las estrellas con un grupo de aborígenes. Y cuando vuelve, el bolígrafo se mueve como en un sendero sin rumbo por la hoja. Carl parece no darse cuenta.
Después de que Carl se va, ella se escapa a la India durante una vida, donde se pregunta si sus viajes en el tiempo son un castigo o un purgatorio.
Cuando vuelve al presente de nuevo, Makeisha llora como cuando tenía doce años, y su corazón se rompe al recordar sus días de pirata. Quizá no es el pasado el que la jala, quizá es que el presente la está empujando fuera. Y quizá, al fin, ella logra hacer las paces con ese sentimiento.
En su sala de estar, en medio de las torres de libros tachados, Makeisha encuentra seis formas de morir, allí donde está parada. Tal vez la única forma de salir es ir hacia adelante. Romper el cascarón de esa última matrioshka, como un polluelo que va hacia la luz del día.
Pero no. No. Los autoasesinatos nunca habían sido para sí misma. Ni una vez. Makeisha es resistente. Es ingeniosa y ha doblegado la cuarta dimensión toda su vida, aunque nadie lo reconozca.
Una mujer que ha sido empujada toda su vida, con el tiempo, eventualmente aprenderá a empujar.
Makeisha se estira en el espacio, hacia adelante. Con sus hábiles dedos que han matado y sanado y dominado el violoncelo, atrae el futuro hacia ella.
Aún no ha regresado.
© Rachael K. Jones
Publicado en inglés en Crossed Genres, Agosto 2014

Rachael K. Jones creció en varias ciudades de europa y norteamérica, aprendiendo (y en gran parte, olvidando) seis idiomas, y tiene unos cuantos títulos de arte y ciencia. Ahora escribe ficción especulativa en Portland, Oregon. Su primera novela corta, Every River Runs to Salt, está disponible en Fireside Fiction. Contrario a lo que dicen los rumores, es probable que no sea secretamente una androide. Rachael fue nominada para un World Fantasy Award y un Tiptree Award honorario. Su ficción ha aparecido en docenas de lugares alrededor del mundo: Lightspeed, Beneath Ceaseless Skies, Strange Horizons, y las cuatro páginas de Escape Artists Podcasts. Está en Twitter como @RachaelKJones.